domingo, 30 de marzo de 2008

MALDITO PULSO

Le había costado casi dos meses largos lograr entender aquella dichosa máquina. Su hija y sus nietas decían que era cosa chupada, pero que le digan que a el aquello no le costó lo suyo: lágrimas de cocodrilo, algún que otro bajón en la autoestima y un asomo de taquicardia. No había sido fácil. Aunque puso gran interés, descubrió que, aparte de tener poca memoria era, según sus compañeros, era un auténtico manazas. Y eso que a la máquinita la trataba con cuidado y hasta le hablaba bajito y con cariño cuando no le miraba nadie.

Todo empezó meses atrás cuando, una tarde en el Centro de Educación Permanente, el incorregible de su maestro anunció a bombo y platillo ante todos sus compañeros que…. “ejem, ejem.. ¡tatachín! je, je… en este curso vamos a aprender a usar el ordenador”. Este hombre –pensó aquel día- es un peligroso optimista o, peor aún: los años que acumula le hacen un irresponsable de cuidado. El pobre no sabe bien lo que propone. Menudo soy yo para aprender a estas alturas de la vida a manejar ese cacharro. Y no digamos otros y otras de por aquí que conozco…. Veremos en qué acaba todo esto –se dijo.

Lo cierto es que lo que parecía una mera promesa, al cabo de unas semanas terminó siendo una realidad. Una tarde se descubrió sentado ante una especie de aparato mitad televisión, mitad máquina de escribir. Toda la clase –una de las mejores- estaba llena de flamantes ordenadores. Y encima se enteró que había sido precisamente el peligroso de su maestro, siempre propenso a ver el lado favorable de la vida, quien la había rotulado pomposamente como Aula de Informática. Además, ahora le había asignado una mesa para él solito con aquel diablo de aparato del que no tenía ni idea.

La verdad es que entre sus compañeros y compañeras las había ilusionadas con aquel trasto y eso a pesar que de su manejo ni controlaban. Estas solían ser siempre las más jóvenes de la clase. Pero entre las que ya peinaban canas, lo más cerca que habían estado de un chisme de aquellos era cuando se acercaban a fin de mes al banco a controlar su pensión y sacar algunos cuartos: entonces veían que la amable empleada de caja tecleaba algo con un aparato semejante que –por lo visto- lo sabía casi todo. Nunca a él le cayó bien el invento pues que de vez en cuando, burlonamente, se negaba a autorizarle retirar unos euros porque “se colgaba” –decían- cosa esta que siempre atribuyó como propia de los jóvenes y que, por corte, nunca preguntó en qué consistía.

En la primera sesión el Incorregible anduvo explicando lo que tenían delante. A él aquello no lograba entusiasmarlo e incluso le hacía gracia los nombrecitos que tenían que usar: que si puerto, que si memoria, que si archivo, que si virus, que si clic…. y hasta se rió con ganas cuando supo que tenía que coger “el ratón”. ¿Qué queréis que os diga? Todo aquello le parecía poco serio. Y, total, para poder escribir en una pantalla. Le decía al maestro que con un lápiz y una goma era todo más fácil y no gastaban luz. Estuvieron encendiendo y apagando el artilugio y moviendo una flechita llamada puntero. Tonterías –pensaba- éstos sólo son ejercicios de pulso.


Con el paso de los días llegó a descubrír que el chisme aquel era muy listo pues incluso subrayaba cuando tenía alguna falta de ortografía, y eso que el tenía pocas. Al chivato no se le pasaba ni una. Luego le gustó el poder aumentar el tamaño de la letra y hasta borrar frases enteras, y copiarlas, y cambiarlas de sitio, y escribirlas con un tipo más a su gusto….

Aquello le gustaba de verdad, claro que al Incorregible no le decía ni pío. Secretamente esperaba el día de la semana en que se trasladaban a la clase de los ordenadores. Las dos horas se le pasaban en un suspiro. Fue observando que a sus compañeras de clase les pasaba lo mismo al cabo de unas semanas... Aquellas sesiones eran una maravilla. Cierto es que cada vez descubría más posibilidades y que los mayores tenían que apuntar algunas cosas para recordar los pasos que debían dar. El apuntaba y así no se equivocaba cuando guardaba, borraba, etc.

Sí. Aquello terminó por gustarle de veras. Pero cuando definitivamente se rindió fué el día que se todos se conectaron a Internet y entraron en un sitio que veían la predicción del tiempo, con sus mapas y vistas desde satélite. Tanto le gustó que el Incorregible, al verle tan asombrado, le conectó al Google Earth, cosa que no sabía ni que existía y menos con ese nombrajo. Casi se cae de espaldas cuando vió por primera vez su calle y hasta el patio de su casa. El maestro le explicó que aquello era una foto desde un satélite, y que así estaba fotografiada toda la Tierra. Menos mal –pensó- que no le pillaron en calzoncillos cuando en verano riega las flores. Era maravilloso poder ver cualquier lugar del mundo con solo un movimiento de la mano y un dedo. Siempre le gustó viajar y los de su generación nunca pudieron.


Desde aquel día era él el que traía de cabeza al Incorregible. Quería saber qué más cosas podían hacer con el ordenador. Sin darse cuenta le había cogido cariño al aparato por lo que le aportaba. Descubrieron todos que se podían cartear con sus compañeros y compañeras. Entre ellos podían mandarse mensajes, escribirse, “mandar un emilio” decía el optimista del maestro. Eso fue el no va más, aunque no le hacía gracia pues ¿quién le escribiría con lo seco que era? Todos se mandarían mensajes y el quedaría en evidencia al no recibir ninguno y otros a buen seguro un montón.

La sorpresa es cuando, aparte del saludo del Incorregible que recibió un día y los de algunas compañeras de clase, asignadas por él seguramente, una tarde se encontró un simpático saludo. Firmaba Berta, y decía que era de otra clase. Le dió corte preguntarle al maestro si podía averiguar de qué ordenador procedía, y decidió guardarse el secreto. Desde aquel día, en cada sesión, al abrir el correo, se encontraba algo cortito de ella, pero nada importante. Hasta que un día se encontró unos versos. Berta le pedía que fuera discreto. Unos versos que le calaron hondo. Unos versos dedicados a el, que decían:

“Cuando mi vida se perdía
tras una cortina de años
en mi correo encontré la flor del tiempo
que sobrevivirá a mis desengaños”

Tan alegre y tan nervioso se puso que intentó que nadie más de sus compañeros lo vieran. Nunca le habían dicho algo tan bonito. Nunca escribió ni le escribieron una poesía. Pero no quería perderla. Lo primero que decidió fue copiar los versos a mano. Después, ya vería si respondía a la tal Berta, que no sabía si de verdad existía con ese nombre. ¿Sería de verdad de otra clase? ¿Y si tal nombre ocultaba a alguien de la suya? ¿Cómo preguntárselo al maestro?

Empezaba a sudar. Observó que el Incorregible no le quitaba ojo y hasta le dijo que qué sucedía. Quizás se acercara a ver qué le pasaba. Y vería su pantalla. Lo que faltaba. Le empezaron a temblar las manos. Decidió que era más rápido guardarlos en la memoria del ordenador, en su carpeta de archivos. Buscó entre sus chuletas la forma de hacerlo. Volvió a mirar al maestro e intuyó que se levantaría, que sería la rechifla de la clase, que dirían que se había echado novia en el centro, que…

Sus dedos buscaban el dichoso papel. Leyó las instrucciones rápidamente: buscar en el ángulo superior izquierdo: clicar sobre Archivo, Guardar como, Carpeta… En ello estaba cuando al Incorregible lo descubrío a dos pasos de su mesa. Un sudor frío le recorría la espalda. Miró la pantalla y vió que la flechita del ratón se movía como loca pues su temblorosa mano no dominaba el ratón. Con todo, sin pensarlo dos veces, apretó su tecla izquierda y le dió la orden: ¡clic!… Ya estaba. De buena me he librado –pensó.

Segundos después, frente a todos, la única impresora de la Clase de Infórmática escupía escandalosamente los versos de Berta ante el asombro del maestro. Maldito pulso –tartamudeó.
de Paco Córdoba.

sábado, 29 de marzo de 2008

VACÍO

Estaba ya dudando si vendría. Aquel día llevaba más de un cuarto de hora esperando en aquella terraza del bar en que me había citado. La situación me empezaba a parecer absurda cuando entonces la ví llegar por el otro extremo de la plaza, con sus pantalones vaqueros que tanto me gustaban.
Caminaba ligera, con la cabeza alta como era su costumbre, decidida. Me gustaba observarla desde lejos; parecía una estudiante a pesar de la treintena larga ya de años que tenía.
Realmente Candela tenía un atractivo singular, una belleza que, sin que ella lo pretendiera, llamaba la atención a cualquiera y –ahora lo pienso- creo que ella lo sabía de sobra, justificando así al celoso de su marido. Desde hacía ya dos años nuestra relación había ido viento en popa.

Se acercó extrañamente seria a la mesa y, dándome la mano, me pidió permiso para sentarse. “Tú sabrás, mujer, eres la que me ha citado aquí, pero te recuerdo que a las cinco entro en clase” -le dije con ironía. Antes que nada más pudiera añadir, dos gruesos lagrimones asomaron en sus preciosos ojos, y yo, mitad asombrado y mitad turbado, no atiné a decir nada. Cínicamente sólo pensé para mis adentros que estaba preciosa.

Empezó a hablar atropelladamente diciendo que así no podía seguir más, que su marido le pegaba, que pensaba se había enterado, que sospechaba si llegaba a casa más allá de las nueve y media, que yo no entendía nada...
También me decía bajito que conmigo había descubierto otros mundos y que le había abierto los ojos… Mientras hablaba yo miraba su dulce barbilla morena y las comisuras de su boca sintiéndome culpable al pensar cuánto me necesitaba aquella mujer. Y barruntaba que yo... también la necesitaba a ella.


Me miraba directamente a los ojos, desde su silla al otro lado de la mesa, mientras iba desgranando el rosario de conocidos problemas que yo descubrí antes en mi relación con otras mujeres. Triste, apenas se movía y gesticulaba.
Se secaba las lágrimas y me contaba algo de su situación familiar cuando –recuerdo- se nos acercó un camarero y con una ligera sonrisa burlona en la boca le preguntó directamente a ella si iba a tomar algo. “Café” –dijo ella rotunda- tanto, que me asombró olvidase por un momento su timidez. El del bar, un hombre mayor, me miró complice sonriendo, como diciendo: “parece mentira, hombre, que yo a tí te conozco”.

Pasaban los minutos y yo le decía que no tenía razón, que no era motivo suficiente para terminar, que necesitaba una oportunidad, que se arrepentiría pasado el tiempo... Me estaba logrando emocionar cuando yo presumía –a esas alturas- de haber toreado en las peores plazas. Pero nada; parecía que lo tenía todo decidido.

Quise hacer un gesto entre tierno y amable, como acariciarle la mano y no pude. Ella, quizás, tampoco lo hubiera permitido. Con los ojos enrojecidos me contaba que ya el año pasado pensó algún día incluso en desaparecer. “Que así, que me entere, no podía vivir” -sentenció. Me echaba en cara no saber encontrar soluciones...
Se despidió como llegó: orgullosa y ligera. Se levantó y me dejó allí sentado tras veinte minutos de charla –de monólogo más bien- y con una servilleta de papel arrugada y húmeda de sus ojos. Su rabia hacia el sexo masculino flotaba en torno a aquella mesa del kiosco del parque ese día de primavera...

Yo a las cinco, como siempre, estaba ya en mi clase.


La perdí. No supe retenerla. Ya me había pasado alguna vez y nunca me acostumbraba. Cierto que en otras ocasiones había sabido reconducir el tema y hasta me pavoneaba internamente de haber tenido éxito. Pero esta vez no era así y tenía que reconocer que me dolía. Que me dolía más de lo acostumbrado. Ay, Candela…

Me dejó un vacío que se agrandó por días. La calidad de mis clases se resintió. Supe que se había marchado del pueblo y que limpiaba casas en una provincia vecina. También supe que el imbécil de su marido me estuvo buscando durante un tiempo.
Yo sólo recuerdo su frágil figura y la dureza de su última mirada en aquella terraza. Sus reproches me llenan aún de zozobra y frustración a pesar de los años transcurridos. Todavía su lugar es especial...

Especial siempre será la séptima mesa de la fila de la izquierda de mi clase, la plaza que ocupaba Candela mi alumna inolvidable, aquella mujer que aprendió a leer y a escribir desde cero y que terminó leyendo –devorando más bien- todo cuanto le traía. Aquella dulce mujer, endurecida por la vida, que recibía una paliza simplemente por ir a clase a aprender... Sus treinta y siete años que tenía son aún para mí treinta y tantos puñales que me revuelven las entrañas.
Tomó conciencia de su mundo sin ser capaz yo de descubrirle que, a veces no hay salida, no hay solución. Ay, Candela... ni para tí, ni para mí.
Una nada, un hueco interior, un pequeño vacío -que a veces se agranda peligrosamente- desde entonces me acompaña.

Y yo a las cinco, como siempre, estoy en mi clase...




de Paco Córdoba

CARTA A LOS REYES MAGOS

Exmas. e Ilmas. Majestades de Oriente.
Esperados Melchor, Gaspar y Baltasar:
Va para tres años que un servidor pasa por este trago de escribiros públicamente su Carta, cosa a lo que uno ciertamente no se acostumbra y, según el camino que lleva, no lo hará jamás. Pero en fin, Majestades, sea porque no se pierda esta saludable tradición de expresarse perdiendo la vergüenza –que no el decoro- de que los más se pitorreen de uno por haber dicho o pedido lo que más de un alumno o vecino piensa y desea.

Este año, Majestades, voy a ser cortito pero tajante: os pido que pongáis sencillamente el mundo a revés. Sí, sí, como suena: al revés. Lo de arriba, abajo.

Ya me figuro a Melchor con cara de asombro, a Gaspar carraspeando, y a Baltasar… -¡ay, Baltasar!- con cara de guasa, divertido, pues seguro que él sí sabe por dónde voy. Y es que he llegado a la conclusión de que ésta es (el poner el mundo a revés) la única manera de que algunos y algunas comprendan la posición de otros.

Piensen, Majestades, lo que sería que, por ejemplo, África fuese rica y Europa hambrienta y pobre. Piensen lo que sería que, de la noche a la mañana, un vecino rubio de toda la vida, se levantase gitano, negro, magrebí o indio. Piensen en las ventajas que podría reportar a la tolerancia que el día 6 de enero todo esos que se creen buenos cristianos y cumplidores hasta de la misa dominical se levantasen musulmanes o ateos hasta las trancas. Piensen qué golpe sería que los maestros fuesen alumnos; que los de derechas, de izquierdas; que los hombres, mujeres; que los machistas, gays; que los trabajadores, parados; que los listos, torpes; que los jóvenes, ancianos; que los libres, oprimidos, etc. etc.

¿Se figuran el panorama, majestades? Eso del mundo al revés es lo que creo que falta para que todo el mundo sea capaz de ponerse en el lugar del otro, le ayude, le entienda y, -enfín- haga caminar de la mano pues todos, todos, estamos en el mismo barco.

¿Serán Vds. capaces, Majestades? También viene bien que, de paso, con esto de poner el mundo al revés, Vds. dejen su cómodo poder y sus coronas para ver cómo sobrevive un vecino de a pie en este mundo de locos.

Nada más. Gracias.

de Paco Córdoba

martes, 25 de marzo de 2008

ABDELGHANI

Intentó escribir otra línea más. Intuía que esta vez tenía más faltas de las habituales y que incluso se estaba comiendo alguna que otra letra. Le costaba hilvanar las frases que se le apelotonaban en la mente para poder explicarse. Era verdaderamente difícil poder explicar con palabras los sentimientos que pasaban por su cabeza. Notaba que el lápiz no llevaba muy bien la horizontal que las líneas debían tener, pero esta vez, contra lo habitual, le importaba un pimiento. Se esforzaba en contar, en escribir, en decir con letras, en expresar al fin y al cabo el dolor que ella sentía.
Quería desahogarse contando que, a pesar de la diferencia de edad, había conocido un compañero amable y atento y al que poco a poco había tomado cariño y quería como a un hijo, aunque nunca se lo había dicho. Y lo peor es que ahora tiene la certeza de que nunca más tendrá la oportunidad de decírselo….
Recordaba ahora sus prejuicios cuando lo tuvo por primera vez enfrente. Bien es verdad que algún año lo tuvo más lejos y otros lo tuvo más cerca. Hasta que el año pasado cayó a su lado. Y aquello fue definitivo. Entre los dos se estableció una química especial que rompía moldes…
Recordaba ahora que últimamente bajaban juntos las escaleras bromeando sobre los escalones, la lluvia, la gente o sobre la diferencia de estatura entre ambos…
Recordaba también el trabajo que le costó aprender su nombre y poder pronunciarlo. Y se dio cuenta que ahora podía incluso saludar en su idioma, lo cual le hacía verdadera ilusión. Y que “la prisa mata” era –con acento andaluz- algo así como “lizredmet”, cosa que ella bien repetía cuando le convenía….

Con el paso de los meses concluyó aquello de que el hábito no hace al monje. Con las semanas llegó hasta a saludarle por la calle, primero tímidamente y sólo a él, luego incluso a él y sus amigos. Con lo tímida y asustica que ella era, quién lo hubiera dicho. Porque ella cambió. Ella era otra.
También ellas eran otras. Ellas, que pocos años antes incluso cambiaban de acera al ver gentes de tez morena, habían sufrido un cambio radical. Y todo por su joven compañero…

Porque Filo, a sus 67 años, escribía sobre Abdelghani.
Una indignación, una rabia enorme le corroía. Una pena infinita le llenaba el alma. Y otra lágrima suya cayó sobre el folio que tenía delante. Entonces es cuando vió que no podía más. Llorando a lágrima viva se levantó y le dijo al maestro que se iba a su casa.

Y es que a su compañero marroquí lo habían expulsado. La policía lo había repatriado hoy, 14 de marzo por sorpresa.



de Paco Córdoba

jueves, 20 de marzo de 2008

LA COTILLA

Algunas es que tenemos mala fama sin comerlo ni beberlo. Sin embargo los diccionarios aclaran el término diciendo que una cotilla es la “amiga de cuentos”. Una cuentista ¿no...? Y, eso yo no lo veo peyorativo pues… ¡Anda que no hay gente que vive de eso!. Claro que después esos libros se explayan y especifican más diciendo que es equivalente a: "chismosa, trolista, embustera, mentirosa, impostora, fabuladora, propagadora de patrañas", etc. etc...
Nada bueno ni halagador. Un desastre.
Pero no es verdad. Al menos, en lo que a mí concierne.
Hombre, cierto es que me entero de muchísimas cosas: desde los deseos más ocultos, hasta los secretos más inconfesables. Pero, oigan, yo me entero sin preguntar directamente. No a través de otros, sino bien cerquita, sin disimulos.
Es la gente la que me cuenta cosas. Muchas, sin que yo pregunte nada. En el fondo creo que así se sienten mejor. Pero no vayan a creer yo voy por ahí pregonando. No. De éso, nada.
En confianza diré que, si me pongo un poquito tierna, los niños me hablan de sus sueños. Y sin rubor aclaro que hasta me acarician y todo. Yo a cambio les ayudo a dormir.
Pero con la gente mayor creo que no tengo tanta maña, pues se empeñan en compartir sus preocupaciones conmigo y, claro, se desvelan. Y algunos se ve de lejos que no tienen la conciencia muy limpia. Pero estoy acostumbrada.
Ya digo que tengo mala fama, a pesar de que todos me conocen y los conozco desde que apenas han nacido. Son incapaces de reconocer que todos, absolutamente todos, me utilizan.
Ya sé que también hablan a mis espaldas. No me ofendo. Yo a todos les sirvo lo mejor que puedo. Ello va en mi carácter de almohada.

de Paco Córdoba

LA ALDEA EN VERANO

Sonaban las chicharras por los huertos, caía el sol a plomo por las callejas de Los Chirimeros, por el Paseo del Portillo no se veía un alma y en la Plaza dos perros jadeaban con la lengua fuera los 45 grados a la sombra de una casa.
Era verano. Mejor dicho: eran las primeras horas de una tarde de verano en nuestro pequeño pueblo.
El “Pirri” se removía inquieto sobre una manta que su madre le había puesto en el suelo del soberao de su casa, “el lugar más fresquito de todo el pueblo” según decir de Dña. Josefa. Lo cierto era que el calor y sus doce años no le dejaban dormir la siesta a pesar que, para distraerse, se dedicaba a contar las cañas unidas con yeso de la porción de techo que tenía encima. Pero ni por esas.
Lo que el “Pirri” quería era salir de allí como sea, juntarse con el Manolico y Tobías “el de abajo” para que, juntos los tres, jugar al fútbol en el Callejón, único lugar que, aunque estrecho, se podía jugar al balón a la sombra en aquella hora. Claro es que había un inconveniente: el ruido despertaria a Ramona, vecina de armas tomar y que el “Pirri” temía mas que a su madre...
En estas estaba cuando su fino oido captó un rascar metálico en algún lugar del soberao. Aburrido y sin ganas de siesta como estaba se levantó despacio y, separando cacharros viejos que su madre guardaba -“para la Casa-Museo, cuando la hagan”- descubrió una orza olvidada, de las que servían para guardar el aceite para todo el año. De allí, abierta y vacía como estaba, procedía el ruido: dos ratas inmensas habían caido dentro y no podían salir.
El “Pirri, inquieto chaval donde los haya, famoso ya en la escuela local por su habilidad en capturar los más variados bichos eludiendo el posible peligro de picotazos y mordiscos, tuvo, como le ocurría todos los veranos, una idea.

Cierto era que alguna de sus inventivas veraniegas le habían dejado huella (coscorrones y castigos varios) pero a él, “futuro veterinario” según decir disculpatorio de Antón –su padre- nada le aminalaba.
Oía a su madre trajinando con los trastos de la cocina. Seguramente terminando de fregarlos -pensó. Su padre roncaba como nunca, -se dijo. Y su hermana mayor estaba “en automático”: viendo una novela rosa o cotilleos en la tele, “así se le seque el coco” –escupió.
Todo esto, lejos de fastidiarle a causa del olvido a que estaba sometido le causaba una extraña sensación de libertad.
Todos en casa creían que dormía allá arriba, encerrado. No sabían que cada vez que quería, agarrado a una vieja cañería exterior, saltaba al huerto familiar y a través del vecino, buscaba a sus colegas en las tardes calurosas de verano, de todos los veranos.
Nadie pues lo veía, nadie, absolutamente nadie había por las calles. Solo alguna que otra voz o musiquilla de una televisión sonaba. Las calles eran suyas...
Con una vieja red que el abuelo usaba para cazar pajarillos antes, en época de hambruna y de que casi todo estuviera prohibido, inmovilizó a las dos ratas y las introdujo en un viejo bote de pintura de 20 kilos.
Ágil, abrió los postigos de madera de las ventanas y con una cuerda bajó el bote con su cargamento hasta el suelo del huerto, unos ocho metros más abajo. Luego, él, agarrado a la cañería que tan bien conocía bajó en silencio al huerto. Solo “Corbata”, la vieja perra, levantó la cabeza al verlo, más que por el ruido por el temor a alguna trastada.
Calle abajo pasó por la Fuente de Los Chirimeros, a ésa hora plena de sol y de avispas como nunca. Bebió un poco de agua fresquita y con habilidad cazó una avispa carnicera, de las que pican y que él diferenciaba perfectamente de las buenas y amarillas por las pintas negras del rostro. A continuación, con un palito le despojó de su aguijón y, poniéndole un papelito de una colilla que encontró, la echó a volar.
Aburrido observó que las dos ratas se removían inquietas en el bote y, dando tumbos tiró calle La Fuente abajo.
Pasó por el Polivalente y recordó lo que su difunta abuela le contaba sobre los antiguos Lavaderos sobre los que se asentaba y de cómo conoció a su abuelo –entonces buen mozo, aclaraba- y que le esperaba bajo una parra cercana... así durante casi diez años, hasta que se casó en contra de la familia y todo.
El “Pirri”, por sus cortos años y luces nunca entendió de porqué a aquel edificio nuevo le había dado el Ayuntamiento un nombre tan extraño que le recordaba más bien a un moderno detergente de la tele y que más de una vecina mayor no acertaba a pronunciar.
En estos pensamientos andaba cuando Manolico se le unió ráudo y a la carrerilla los dos –con bote incluido- llegaron a la Plaza. Había que tener cuidado con alguno que pudiera divisarlos desde la penumbra del Dioni, el único bar abierto a esa hora en aquel horrible verano.
Los dos, bordeando la iglesia, pensaron en alguna vecina “de las de catequesis” que andara por allí; ellas solían ser amigas de su madre y se extrañarían de verlos juntos con su cargamento o, peor aún, les preguntarían por una oración de tiempos de la Primera Comunión que ya –a buen seguro- habrían olvidado, lo cual contarían a su hermana mayor y, ésta –¡chivata!- a sus respectivas madres.
Dando un rodeo por la calle Nueva fueron a buscar a Tobías para darle la buena nueva de las ratas, lo que sería más divertido que el futbito en el callejón. Se acercaban al Otro Ejío cuando se les unió a la carrera su inseparable compañero y, bajo la sombra de la Fuente de aquel barrio, espaldas apoyadas a la pared, tramaron qué hacer.
La calentura de la hora reblandeció aquellas cabezas afeitadas casi a cero e hizo forjar los más inverosímiles proyectos: que si soltarlas en algún huerto, que si en un contenedor, que si atarlas con un cable a alguna farola, que si guardarlas para el comienzo del próximo curso, que si soltarlas durante las fiestas del pueblo en pleno auge de La Peña... Pero nada era totalmente viable pues se exponían a duros castigos si los pillaban y el “Pirri” –además- no quería estrenar la nueva, y tremenda, correa que había comprado su padre.
Marcharon los por las afueras con la idea de dejarlas atadas en una zona de frecuente paseo al atardecer y así asustarían al menos a unas cuantas vecinas.
Subieron de nuevo para El Portillo y, buscando el lugar más adecuado, fue cuando lo vieron...

Allí estaba el tío, en bañador, todo fresquito y repatingado con un zumo en la mano. Y allí estaba “ella”: la nueva forastera venida de tierras catalanas, con dieciséis esplendorosos años –decían- que cortaban el hipo y las ganas de cenar a los tres amigos, sin que ellos acertaran nunca a explicar qué relación tenía la cosa biológica con la gastronomía.
Tras el seto del jardín de la casa, ellos al sol, observaron al padre y a su joven hija durante bastante rato hasta que Tobías, algo más mayor, dijo que empezaba a sentir mareos y que se le nublaba la vista. Manolico dijo que eso era lo que sentía su hermano mayor –según contaba- cuando estaba enamorado y que, je, je, a buen seguro que el Tobías ya estaba coladico por la nueva vecina del pueblo...
- ¡No digas cachifollás! –espetó el “Pirri”, algo mosqueado y notando que el tambien empezaba a notar parecidos síntomas y algo que barruntó como celos- Creo que lo que estamos pillando aquí es una solanera de agosto y sin sombrero –sentenció por lo bajini-.
Tobías se estaba quedando blanco por momentos y empezó a decir que quizás era verdad eso de que se estaba enamorando, que lo había leido en alguna revista como uno de los primeros síntomas...
- No entendéis nada de nada –siguió “Pirri”- mi hermana me dijo una vez que cuando uno se enamora no se marea sino que le tiemblan las piernas...
Al oír eso, Tobías que sí, que sí, que era verdad, pues a él ahorita mismo le estaba pasando.
- Me tiemblan las piernas... ¡mirad mis rodillas!...
Era cierto. Un tic nervioso en una de ellas, ya incontenible y que a simple vista se percibía, movía la rodilla izquierda del amigo.
En estas filosofías andaban cuando el tipo del bañador con el zumo, vuelto hacia donde ellos estaban, preguntó:
- ¿Quién anda ahí?...Anda, María, mira tras la valla. Parece que hubiera perros trasteando.
María, la dulce forastera, se levantó de la hamaca de plástico y se acercó hacia donde estaban ocultos los tres amigos...y entonces se dieron cuanta que estaba en bañador.
- ¡Virgen del Rosario! –musitó el “Pirri” todo lívido y viendo como se aproximaba a su escondite.
La joven se asomó al límite del jardín y allí descubrió a los tres jóvenes campeños sentados en el suelo, con un bote de pintura y sudando como locos. No se sabe si por el calor o por la vergüenza del momento.
Cuando pensaban salir corriendo ocurrió lo que menos hubieran esperado y deseado: oyeron una voz que les invitaba a un refresco. Y allí se sentaron los chavales que, sin habla, mareados, presuntas víctimas del sol o del amor, aceptaron beber delante de aquella belleza.
Al cabo de un rato todo iba viento en popa; la tartamudez inicial de Manolico menguó, la palidez de Tobías dio lugar a sonrosados colores en mejillas y cogote, y el mareo del “Pirri” se trastocó en fluida verborrea que no dejaba hablar a nadie. María reía con gracia las ocurrencias de los tres amigos y se mostraba natural con ellos sin importarle –parecía- la diferencia de edad.
Fue entonces cuando el padre se interesó por el bote que no dejaban.
- Es para pintar aquí al lado; así nos ganamos unos dinerillos –acertó a decir uno de ellos- Nos vienen muy bien para salir por la noche de marcha –presumió y redondeó Manolico-.
Pero ya fue tarde: el tipo había abierto la tapa de la lata. Dos hermosas ratas pasaron por entre los pies de la joven venus no sin que antes su padre, debido al susto, derribara la mesa y cayera de cabeza a la piscina.

A María le costó una semana recobrarse de aquello y durante el resto del mes de agosto no les dirigió –ofendida ella- ni la más mínima palabra...a pesar que los tres figuras se hacían los encontradizos en la puerta de los bares o por el Paseo del Portillo arriba, Paseo abajo...

Los últimos días de aquel mes en Castil de Campos fueron un calvario pues descubrieron para colmo que el tipo del zumo, el padre de la criatura por la que suspiraban, sería su nuevo maestro en el curso que comenzaba...
Pero lo que no aguantaban era que desde entonces les llamaron los mayores, con mucha guasa, “los tres enamorados”.

Y así fue, en aquel verano de 1997 en nuestro pueblo cómo tres jóvenes vecinos descubrieron qué duro es ser víctima de las habladurías... y del amor.
de Paco Córdoba

SOSPECHA


Aquel día se despertó con una sensación húmeda sobre la frente: su esposa estaba depositando amorosamente sus labios allá donde hace años nacía su gracioso flequillo. Era un beso tan lento y tierno que se sobresaltó pues no sabía exactamente si ello implicaba otra cosa, el preámbulo de... bueno, Vds. ya me entienden.
Antes de que pudiera reaccionar y fijar la vista para leer el posible mensaje en el fondo de sus ojos oyó una voz que le obligaba a quedarse en la cama con una promesa: “Tú quietecito, que ahora mismo te traigo un café con tostadas como a ti te gustan”. La verdad es que a la voz no le captó ningún matiz irónico, es más, con un susurro puntualizó: “o si lo prefieres me acerco a por churros, cariño”.
¿Tendría fiebre su mujer? No había ido a por churros en su vida. Por otra parte cosa lógica, teniendo en cuenta que el kiosco más cercano estaba a dos kilómetros y medio de casa...

No había terminado de espabilarse cuando, una cara que le sonaba, asomó por la puerta del dormitorio. Cayó en la cuenta que aquel rostro pertenecía su hijo mayor: el gandul de 32 años que vivía en su casa y que pasaban semanas sin que se viesen, bien debido a sus horarios, bien por su trabajo o los estudios... Bueno, era un decir, porque tenía entendido que el hombrecito (término usado por su madre para referirse a esa criatura que le chupaba su sangre, su sueldo y la gasolina de su utilitario) el “hombrecito” repetía por segunda vez el primer curso de la cuarta carrera universitaria que cursaba. Bien, pues el tal vampiro treintañero le saludó con un “¡Buenos días, papá!” que le hizo saltar las lágrimas, y eso que no era muy propenso a ello.
Antes de que se diese cuenta alguien y que dedujeran en casa que ya estaba chocheando hizo como que buscaba algo entre las sábanas y, ocultando la cabeza con la colcha de la cama, respondió desde el fondo de la improvisada cueva protectora de sus emociones con un tembloroso “buenos… días….! ...ejem.”

Cuando su cabeza asomó de nuevo ojeó extrañado la habitación. Un intenso olor a café y a tostadas con mantequilla entraba por la puerta entreabierta. La boca se le empezó a hacer agua con ayuda de esos misteriosos resortes de las papilas degustativas. Se imaginó el pan... ya tostadito y crujiente... con la mantequilla semidesecha por el calor...

Aprovechando que nadie lo veía se pellizcó un brazo. Después una pierna. Y cuando lo estaba haciendo con el lado derecho de su cara por quinta vez una voz de pito con matices conocidos le traspasó el corazón: “Aquí te traigo todo”.
Se trataba de su hija quinceañera, la que hacía meses no le dirigía la palabra. Con razón le sonaba. Aunque consideró que la que en tiempos fué una vocecilla graciosa ahora estaba dando paso a un no se qué lleno de dudosas...cadencias.
La voz de pito, en parte por los cambios de la pubertad y en parte por el tabaco que le sisaba, salía de una hermosa boca cuyos labios estaban atravesados por un percing, como muestra de supuesta rebeldía ante el mundo enemigo de los mayores de los que el formaba ya -irremediablemente- parte.
Por encima de los labios maltratados y la naricilla unos ojos le miraban fijamente demandando una respuesta coherente: “Papi: tienes la cara toda señalada, ¿qué te ha pasado?”
Notó como, de nuevo, los ojos se le humedecían. Ha dicho “papi” –pensó- como cuando era una deliciosa niñita antes de convertirse en un monstruo egoísta, traspasado por agujas y anillos en todos los sitios posibles... “¿Es a mí, hija…?” –le preguntó- “Claro... pero cómete todo esto, papuchi. Y llámame si necesitas algo”.
No podía ser que su hijita hilvanase más de tres palabras seguidas con él... ¡si llevaba cuatro meses, nueve días y dieciséis horas sin hablarle!... En los últimos tiempos sólo conocía de ella los sonidos de “no”, “nunca” y “¿por qué?” y ahora le decía dos frases amables: una con siete palabras y la otra lo menos con nueve...
Era demasiado. ¡Ya está!: los champiñones de anoche estaban haciendo efecto. Los champiñones son al fin y al cabo setas pequeñitas y algunas de estas plantas son alucinógenas y....


La desconcertante mañana estaba transcurriendo maravillosamente. Ni un ruido se oía. Ni el desagradable y contínuo zumbido del móvil de la pequeña en las mañanas de los domingos. Ni la televisión a toda pastilla con los partidos de baloncesto matinales que tanto le gustaban a su hijo. Ni una sola bronca familiar. Ni...
Se había quedado en brazos de Morfeo de nuevo.
Es más, su mujer hasta entornó en algún momento la puerta para que dormitara todo lo que quisiera en esa mañana de ensueño. Incluso depositó sobre la mesilla de noche la interesante novela a medio leer que le había escondido hace meses como represalia –dijo- por no haberle arreglado el video. Junto a ella estaba también un vaso de zumo de naranja fresquito, un paquete enterito de tabaco y las llaves de su coche, cosas dejadas respectivamente por cada miembro familiar...

Eran cerca de las dos de la tarde y notó que su suegra, sorprendentemente, tampoco había llamado por teléfono para cotillear, criticar algo, o bien echarle en cara a su hija el haberse casado con un pasmarote en vez de con aquel otro pretendiente con tanto futuro del Banco Hipotecario.

Todo esto no era habitual. No lo comprendía. Iba contra natura. La lógica de las cosas no cambia tan bruscamente.
Él, que siempre admiró la figura bíblica del santo Job como héroe y paradigma de la paciencia... Él, que nunca se rebeló ante las muchas calamidades hogareñas... Él, ahora, tenía su recompensa por saber aguantar meses de incomprensión.
Su familia en pleno había visto la luz...
Al fin ellos se habían dado cuenta: ni él era el "pasmarote" que le atribuía su histérica suegra, ni el "negrero" con que le designaba su vago hijo, ni el “picoleto” guardián de su niña y, ni mucho menos, el “don nadie” que decía su esposa...
De ser un personaje histórico al que se debería parecer, más bien era a Mahatma Gandhi... Cierto que en un ámbito más sencillo, más familiar, más dominguero...

Porque era domingo. Domingo. De enero. Una fecha y una sospecha cruzaron rápidamente su mente: Domingo 6, Día de Reyes… .¡Ay, claro: los regalos…!


de Paco Córdoba


martes, 18 de marzo de 2008

MATRIMONIO

Aquel día, desde que se despertó, sintío una señal, tuvo como un presentimiento. No es que hubiera dormido excesivamente mal, no, es que sentía una premonición, aunque no podía –como últimamente era costumbre- concretarla en nada.
Desde que se removió temprano en la cama notó como un silencio aplastante envolvía la habitación. Él, hombre precavido al cabo de tantos años de matrimonio, procuró no rascarse la buena barriga que estaba criando amorosamente ni la punta del pié que, como todas las madrugadas le picaba, cosa que atribuía ya a los nervios.
Su soberana esposa -soberana, porque era la reina de la casa, la que manda- se levantó contra su costumbre silenciosamente. Su porte bamboleante atravesó las penumbras en que el dormitorio matrimonial aún estaba sumido y entró en el baño. El esposo recuperó por unos minutos el espacio de cama al que tenía derecho pero que nunca reivindicaba por puro miedo, por lo que dormía prácticamente al borde del precipicio, cosa que ya le había acarreado algunos disgustos, sustos nocturnos e incluso una luxación de muñeca al caerse en más de una noche fría de invierno...

Maruja trajinaba ya en la cocina cuando el cabeza de familia decidió levantarse y abandonar con pena el lecho matrimonial que, ahora, era plenamente suyo. “Vaya ser que me levante la voz y ya tenemos el día” –pensó-. Se miró en el espejo del cuarto de baño y, cuando estaba enjabonándose, se percató de que su calva parecía más grande, cosa que le sucedía todos los días.
Rechazando tan deprimentes pensamientos abrió el armarito y, cual alud alpino, todo un conjunto de botes, peines, colonias, cremas, etc, etc. cayeron sobre su despejada –de pelo, claro- cabeza. Temió oir la voz irritada de Maruja reprochándole que ya había tirado otra vez todas sus cosas. Pero ni un ruido se oyó.
El intuía que ella atiborraba a cosa hecha el pequeño armario de objetos para que, cada mañana, todos se cayeran. Antes sucedía de vez en cuando, pero en la última semana era cosa de todos los días; es más: en los tres últimos días sucedía mañana, tarde y noche, cosa que le deprimía sin poderlo remediar. Pero esa parcela matrimonial estaba perdida desde hacía años. El baño aquel no era suyo; todo recordaba a Maruja.
Sí, fue la primera derrota, el primer abandono hasta su actual trinchera de los 50 centímetros de cama; lo único que verdaderamente poseía.

Cuando entró en la cocina bebió rápidamente, de un solo trago, el café que ya tenía en la mesa. Sin mover un solo músculo aguantó estóicamente que el líquido llegara hasta el estómago y allí se removió. Y cuanto iba a comentar bajito que el café estaba helado su esposa le tiró encima una cazuela de agua hirviendo con un movimiento más que sospechoso...
Sin oir apenas excusa por su parte y escaldado como estaba, se cambió de ropa pues se hacía tarde para el trabajo. Abrió el armario y no encontró nada propio que ponerse pues ella utilizaba últimamente sus jerseys, por lo que tuvo que coger una llamativa camisa de flores: horribles amapolas, hortensias, etc. que le regaló la suegra a su hija y un jersey con tantos lavados que encogió unas ocho tallas.

Así, humillado y con prisa, salió de casa sin decir ni palabra nuestro héroe. Arrancó el utilitario pagado a plazos y se introdujo en la vorágine del tráfico urbano de la gran ciudad. Sabía que tres semáforos más y, girando a la izquierda, huiría de los atascos. Estaba en el segundo de ellos cuando el cochecito, suavemente, se paró en medio de la avenida de seis carriles.
No arrancaba: Maruja, Marujita, lo había dejado sin gasolina. Aguantó improperios de –seguramente- esposos tan irritados como él atrapados en el tráfico matutino y, tuvo que empujar exactamente 680 metros el vehículo hasta la gasolinera más próxima pues un guardia urbano, seguramente también casado, no permitió que allí lo dejara. Y tras llenar el depósito, descubrió que lo habían dejado sin dinero. Su cartera estaba limpia...por su querida esposa.

Llegó a pensar que Maruja se estaba comportando raramente en los últimos días. Sabía que el matrimonio no andaba bien pero...
Andando hasta la oficina cayó en la cuenta que los últimos incidentes se repetían en las últimas horas: el gas abierto cuando estaba adormilado en su butaca, la mercromina en el bocadillo de atún con tomate, los garbanzos en los zapatos, las setas en mal estado, el dejarle encerrado en el cuarto de baño e irse de casa tranquilamente de compras y hasta quemarle el periódico –"accidentalmente", dijo- cosa que le chamuscó la barba, único recuerdo de su rebelde juventud...

No, no, todo eso no podía ser fruto de la casualidad. Maruja no solamente no le quería; lo que intentaba es asesinarle, acabar con él, mandarlo a un asilo en el mejor de los casos.
Pero... ¿por qué? No era posible que todo se hubiera ido al carajo tan rápido, en tan pocos días. La última semana estaba resultando de auténtica locura.
Recordó artículos leídos sobre esposas que poco a poco habían ido envenenando a sus maridos o que, simulando accidentes domésticos, se habían desembarazado de sus cónyuges. Un frío y una gran lástima de sí mismo le invadió.
El, paciente y cada vez más gordo esposo, no se merecía eso. Cierto era que la suegra procuraba prudentemente mantenerla alejada de su hogar y que tenía algunos ahorros, pero aquello no era suficiente motivo como para quitarle de en medio. Hablando se entiende la gente y, Maruja tan habladora, llevaba días sin decirle ni palabra casi.


Las horas en la oficina pasaron rápidas entre tristes pensamientos y fúnebres presagios. Ni siquiera dio importancia a los comentarios jocosos de sus compañeros sobre la floreada camisa que llevaba aquel día.

Sólo empezó a ver la luz cuando, camino de vuelta a casa, recordó que Maruja, hoy, precisamente hoy, cumplía 40 años y él lo había olvidado. Entonces sonrió.


de Paco Córdoba

SIN REMEDIO

Era ya la quinta copa de coñac que se tomaba en aquel feo y mugriento bar a esa hora de la mañana. Los parroquianos le miraban ya con cierto aire sospechoso, a lo que él, hombre tímido, no estaba ciertamente acostumbrado.
El bar tenía pinta de haber aparentado mejores aires en otros tiempos pero la larga barra de cinc mostraba ya indisimulables signos de erosión –arañazos, bordes levantados, etc.- que eran la prueba evidente del paso de los años, tantos, como algunos de los allí presentes tenían que, de reojo unos, abiertamente otros, le miraban. Y es que él, Luciano Muñoz, representante de botones “El Ojal” ya se tambaleaba desde lo alto de aquel taburete atornillado al suelo.

Había llegado allí, a aquel bar casi escondido en un semisótano de un barrio tambien venido a menos, casi por casualidad, escapando de la dura realidad de su casa. El, con casi 58 años y una buena calva por estandarte, trabajador incansable, paciente esposo, marido sumiso, había tenido que huir de su casa. No había tenido más opción.
Fue en verdad el primer bar que vió, pero al rato le tomó gusto a aquella esquina de la barra e incluso al desconfiado camarero que, siempre con el cigarrillo en los labios le miraba de hito en hito con aire serio pues seguramente consideraba que ya le brillaban los ojos demasiado, dudando pues si pagaría o no.
¿Qué sabrán estos? –se preguntaba- ¿Adivinan acaso la fiera que tengo en mi casa. No. Ni lo sospechan. Lo que sí sospechaba él es que allí había más de uno en su mismo caso; es decir, huido de lo que un día fue el “dulce hogar”. No había más que mirarles las caras a su vecinos de barra...
Y es que ya nada era lo mismo. Recordaba...
Bueno, casi desde el principio nada lo fue. Lola, su mujer, siempre fue algo temperamental, pero a él no le costaba nada aguantar. Además, su carácter no daba para más...
Ya a los pocos meses de recién casados estaba completamente apabullado por el cariz que tomaba la forma de ser de su esposa y la forma que misteriosamente iba adquiriendo. Enigmas insondables del sexo femenino, pensó. Lo cierto es que le impuso un régimen vegetariano. ¡A él, que con lo poco que disfrutaba era con los chuletones de los domingos! Pero calló.
Luego la cosa fue empeorando: hábitos, vestidos (¡qué camisas, señor!), amigos, rosarios (ateo autodidacta que era) y una larga lista de agravios que poco a poco recordaba cada vez que bebía....
Pero lo que desde hacía algunos años ya no aguantaba era que ella dudara hasta de su solera y buen hacer como representante. Lo de los botones ya era poco para Lola.
Ella presumía de que algunos de sus antiguos compañeros se habían cambiado de ramo, como Páez, por ejemplo, que ahora vendía enciclopedias ó Chencho –tan presumido- que andaba con los automóviles y que a Lola tanto le gustaba cuando hablaba.

Largos años de matrimonio. De agonía más bien.
Poco a poco se fué acostumbrando a la fea bata que su suegra le regaló a su hija, producto sin duda del mismo mal gusto. Los rulos puestos todo el día, cremas y potingues por todos lados....Y la tele puesta a toda pastilla. Y es que Lola, además de estar cada año engordando sin parar, se estaba quedando sorda. Como una tapia, literalmente.

No siempre fue así. No, ni mucho menos. Lola, Lolilla era con dieciocho años un encanto. Y hasta con veinticuatro, pues seis años, seis, duró su noviazgo. Tenía un tipazo que cortaba el hipo a alguno de sus amigos. Pero ellos fueron más sensatos y hasta alguno incluso le advirtió del ramalazo de genio con que de vez en cuando le amenazaba delante de todos: "a las diez el autobús, Luciano, cariño". Y es que ella era la que metía al novio casi a la fuerza en el autobús urbano de vuelta a su casa. “Que los hombres sois muy cucos”, remachaba.
Pero Luciano aguantó todo –cosas de una educación materna- por aquella promesa de felicidad futura: ya saben...un hogar y todo eso. ¡Qué error! se dijo –y remató el coñac.

Ya camino a casa cayó en la cuenta que su suegra siempre vivió con ellos desde el principio. Y como no tuvieron hijos pues....¡Dos brujas era lo que eran!...
Y entrando en el largo portal, apenas iluminado, en el que se encontraba su vivienda (nº 145 de la calle Angustias, blq. 32, escalera 4, piso 11 C) y tras subir en un ascensor dudosamente decorado de grafittis por los jovenzuelos del barrio, no pudo reprimir un leve temblor de piernas que, como siempre, se extendía sin poderlo remediar a medida que ascendía a su pretendido paraíso.
La borrachera desaparecía –como casi siempre- cuando llegaba a su pisito y pensar en la cara de Lola cuando lo viera: una miraba bastaba para enjuiciarlo. Siempre le pasaba lo mismo desde hacía ya doce largos años en que visitaba después del trabajo cualquier bar: el miedo a la bronca y a un mes castigado sin su fanta al acostarse le espabilaba más que una dosis de aspirinas efervescentes.
Lola no dijo nada al abrir la puerta. Su madre estaba en la cocina, sentada a buen seguro criticando alguna cosa sobre él para no perder la costumbre. Intuyó que algo no marchaba cuando a los cinco minutos ellas se pusieron a cenar y a él lo dejaron a dos velas. Hay miradas que hieren pero hay cenas que no se olvidan; aquella noche las dos miserables cenaban dos buenos churrascos y ni lo invitaban.
Preparaban también una buena olla de coles –naturalmente para él- que comería, dedujo, durante la próxima larga semana.
Comían con fruición. Devoraban, partían, comían, comían... Luciano sólo tenía ojos para esa salsita que, por un lado, chorreaba a los bistecs. Pero con esa mirada de cordero y ese temperamento que Dios le había dado, a sus años, ya nada había que hacer. Y entonces ocurrió.
La olla llevaba pitando un buen rato. Lola no hizo ni caso y se acercó imprudentemente a abrirla y comer más, ¡de sus coles de la semana! las suyas, la muy....
Y aquello explotó. No exactamente, pero la tapadera de la olla saltó con fuerza y le dió en plena frente. ¡Jesús! Las coles se pegaron en los rulos y cara de Lola que, dando un traspié, ella y sus ciento veinte kilos, cayeron sobre su madre. Y él sintió un dolor agudo en el pecho. O al menos eso era lo que recordaba...


Ahora, ya pasado el tiempo, sabía que los tres murieron casi en el acto. Lo suyo fue un ataque; demasiado para su endeble corazón. Lola murió descerebrada de un cantazo con la olla a presión. Y su suegra terminó ahogada por el peso de su querida hija al caer sobre ella.

Murieron, sí. Pero algo cambió su vida (o como se llamara ahora). A él lo recibieron en aquél sitio un portero, un señor muy barbudo y con un buen manojo de llaves, de nombre Pedro -le había dicho un conocido que se llamaba- Aquello era ciertamente tranquilo. No dejaba de ser curioso que por allí abundaran los calvos y bastantes representantes del gremio de la pasamanería...y pocos del de automóviles. Y tampoco, en el tiempo que llevaba, se había encontrado con su mujer ni su suegra. Todos eran amables y nadie preguntaba por su vida pasada. Aquello funcionaba casi como su empresa de toda la vida. Sí -pensaba- “El Ojal” tenía parecido pues por allí no pasaba cualquiera, no señor, sólo los benditos y santos pacientes, los mansos y los....(¿cómo decirlo?) como él.

Poco a poco fue ganando la confianza de los mandamases de aquella gran empresa. Porque, oiga aquello era verdaderamente grande. Fué escalando grados sin gran esfuerzo por su parte hasta que un día el Jefe Supremo le pidió que mediara en un conflicto con otra empresa rival de toda la vida, pues ellas dos –y sólo ellas, al parecer- se había logrado repartir el mercado como se dice.
Según comentaban el origen del problema era que se había producido un aumento de las cuotas y ganancias de la compañía rival (más acorde con los tiempos, decían las malas lenguas) traduciéndose en un mayor número de solteros y de separaciones matrimoniales. Y había que llegar a un acuerdo.
El, Luciano, tendría la plena confianza de los jefazos de la Celestial Empresa para negociar un nuevo y urgente reparto del mercado, no importaba a qué precio, para que las cosas volvieran a su cauce. Por la parte contraria un superintendente, un tal Pedro Botero, jefazo de la compañía, llevaría la voz cantante.

Y en la mesa de negociación se encontraron, entre nubes y efluvios. Luciano sabía que tendría las de ganar pues la larga experiencia en ventas y la palabrería fina habían sido algo consustancial a su antiguo trabajo. Estaba seguro de su papel.
Pero empezó a no tenerlas todas consigo cuando fue descubriendo en el rostro de aquel superintendente una sombra de bigote conocido, un indicio de mostacho y, arriba, unos horribles rulos...
Entonces supo que todo estaba perdido.

de Paco Córdoba

CUESTIÓN DE PACIENCIA



- Sánchez –suspiró- Lorenzo Sánchez, para servirle, Sra.
- Buenos días. Frías son las mañanas de febrero en este pueblo, Loren…
La mujer, acalorada y nerviosa, rebuscó con cierta brusquedad en el interior de su bolso de plástico adornado con patitos. A punto parecía que le iba a dar una congestión cuando extrajo una cartilla toda arrugada y toda temblorosa se la pasó al tal Sánchez por bajo del cristal de la ventanilla.
- Loren, hijo: quiero ver cuántos auros de esos tengo yo aquí guardaditos de las manazas de mi marido...
El renombrado Lorenzo volvió a suspirar y, con una mueca en la boca, que intentaba ser un proyecto de sonrisa, puntualizó:
- Se llaman euros Dña. Matilde, euros. Ya va siendo hora que sepa su nombre, mujer...
Veamos... Le digo que para saber el equivalente a pesetas de lo que Vd. tiene ahorrado en su cartilla de toda la vida sólo tiene (o tengo) que dividirlos entre 6 y luego multiplicar el resultado por 1000.... O añadir tres ceritos, mujer.
Veamos, un momentito… Sí... eso es…. Dña. Matilde: Vd. tiene actualmente 366 euros que…
La señora abrió los ojos todo lo que daban de sí, dilató sus pupilas inyectadas en sangre y, entrecerrando despacio los ojillos escupió:
- Loren: ¿crees acaso que soy estúpida? Bien sé que tenía unas 61.000 ptas. que he ahorrado semana a semana, mes a mes, desde hace años, sisándole poco a poco al agarrado de mi marido....
¡¿Cómo tengo ahora solo 366 auros de esos o como se llamen?! ¿No te habrás equivocado? ¿Me quieres liar?....
Míra, Loren, que yo tengo un pronto que...

Lorenzo, Lorenzo Sánchez enmudeció. Estaba ya harto. Por principio no toleraba que lo tutearan, y menos si estaba tras “su” ventanilla de Ingresos-Pagos, que allí no ponían a cualquiera, no. Y aquella quejosa ancianita que no le dejaba explicarse le recordaba además a su suegra.

A pesar de eso, o quizás sólo por eso, por decimosexta vez en la mañana -así desde el 1 de enero del 2002- desde hace ya un montón de años, volvió a explicar el proceso de cambio a euros a pesetas y viceversa.
Su mujer le decía que era cuestión de paciencia.
No: todo era cuestión de… pesetas.


de Paco Córdoba

TESORO

Era una obsesión enfermiza tal y como otros tienen una afición que les ciega o un hobby oculto. El llevaba media vida buscando un tesoro. Sí, eso dicho: un tesoro.
Debía reconocer que se estaba haciendo mayor y a veces en él empezaba a anidar el desánimo pues no había logrado dar con ninguno que mereciera tal nombre. Y eso que había buscado por medio mundo.
Por defecto quizá de sus primeras lecturas infantiles y juveniles a las que fue tan aficionado siempre supuso que los tesoros estarían bien ocultos en lugares inaccesibles, en islas lejanas o en buhardillas ruinosas y polvorientas.
Lo cierto es que tal manía exploratoria no se la había dado a conocer a nadie (ni en otros tiempos al cura cuando era pequeño en el oscuro confesionario ni después a su mujer) no fuera que lo tomaran por loco o –mucho peor- por un ingenuo, cosa ésta gravísima en todos tiempos.
Y así, solo, en silencio, fueron pasando los años de este explorador anónimo, digno de una novela de Julio Verne o una película de Indiana Jones.
Dijo adiós a la inquieta juventud en que el cuerpo lo aguanta casi todo. También se despidió de los años de pragmática madurez. Y sospechosamente a continuación le empezaron a salir canas.
No mucho tiempo después comenzó a perder el pelo, la paciencia y la alegría e incluso las ganas de seguir buscándolo en el mayor de los secretos. Todo ello lo atribuyó a que poco a poco llegaba a la vejez en la que se debe aceptar casi todo. Pero él se rebelaba.
Siempre se encontraron tesoros, -se decía. Siempre los hubo bien ocultos. Y siempre los habrá.
Y entonces un día de Navidad cayó en la cuenta: el tesoro más grande que jamás imaginó siempre había estado bien cerca: se trataba de su familia.



de Paco Córdoba

ALTZHEIMER

Ay, esta cabeza mía…

Tengo dos vecinas. Pero hay un hombre que, cada vez que pasa por aquí, me mira y sonríe. Se lo comento a una de ellas y va y me dice con guasa que es porque me conoce. Mi otra vecina de al lado es muy charlatana y me pregunta cosas. Eso me lía y confunde pues se refiere seguro a otra persona.

Ay, esta cabeza mía...

El hombre pasea y habla, me mira y sonríe. Pasea y habla y me vuelve a mirar. Y voy a terminar por ponerme colorada. Pero se lo diré a mi hermana mayor. Yo lo que tengo es que salir pronto a comprar para hacer la cena. Pero el pesado del hombre este no creo que me deje. El caso es que me suena la mujer que tengo enfrente. Debe ser una amiga de mi padre. Le preguntaré al hombre sonriente cuando pase otra vez que cuándo viene a recogerme. Hoy estoy más aturdida y nerviosa.

Ay, esta cabeza mía…

Me marea que mi vecina me pregunte cuál es su nombre pues éso quien debe de saberlo es ella. Veo que todas estamos sentadas, pero no sé qué esperamos. Debo pelar las patatas pero lo que me han puesto delante es un bolígrafo azul y con eso no se puede. El azul del cielo es más bonito que otros colores. Espero que mamá no me riña por haber tronchado hoy una maceta.

Ay, esta cabeza mía...

El hombre ese que tanto me suena viene de nuevo. Y me dice, otra vez sonriente, que ponga mi nombre. Pero no sé para qué si yo lo que tengo que hacer es un recado. Mi vecina dice ahora que somos amigas desde hace muchos años. Esta mujer es una exagerada pues es mucho vieja que yo. Ella me señala ahora la mesa. Pero ¿por qué tengo un papel delante? Mi otra vecina dice que el maestro me está esperando. ¿Quién, dice..?

Ay, esta cabeza mía…



de Paco Córdoba

VIDA PELIGROSA

No lo puedo evitar: yo soy terriblemente sincero Esto es de por sí un problema en la calle, pero especialmente en casa, en la que a veces parece que estoy de prestado, como si no me conocieran ya lo suficiente.
En estos tiempos de tanta mentira e impostura yo voy contracorriente: yo nunca engaño, sea lo que sea y pase lo que pase. Y, no crean, me doy cuenta que eso es peligroso.
Comprendo que ser sincero puede incluso acabar con mi vida o, cuanto menos, con mi trabajo. Sé de conocidos que no llegaron a viejos que terminaron jubilados prematuramente, destrozados, o en la basura. Sé también que la vida, la nuestra, la de todos nosotros, es un riesgo.
Decía que soy claro y directo, que no puedo mentir nunca. Claro que, según se mire, eso es bueno o malo. Por otro lado la verdad es que soy un tipo irresistible, fuera y dentro de casa. No crean que es vanidad, no. Noto que todos me miran. Algunos de reojo o disimulados, aunque no lo digan. Algunos hasta se atreven a hablarme. Pero yo, eso sí: calladito, vaya a ser peor.
Pero en esta casa lo paso fatal especialmente por las mañanas. Es el peor momento, porque yo digo solo lo que veo y de ninguna manera puedo disimular. Ello va en mi carácter.
En esta casa me trato con todos y ya no soy un extraño. Incluso el chiquitín ya me sonríe desde la cuna. Pero papá y mamá me miran cada día más preocupados. Sin embargo sé que la más me estima es Marisa pues creo que está en la edad del pavo. No sé qué haría sin mí…
Aquí me apaño muy bien y estoy muy a gusto. Tengo un cuarto para mí solito. No me quejo, pues sé de otros pisos cercanos en los que parientes chicos y grandes comparten una sola habitación.
Lo único que presiento es que en este mundo de engreídos y mentirosos en que me ha tocado vivir, tarde o temprano, mi franqueza como espejo me causará un disgusto gordo.


de Paco Córdoba.

BANQUETE

La verdad es que todas tardamos poco en ponernos de acuerdo. El lugar no admitía ninguna duda y era, a juzgar por la opinión mayoritaria, clarísimamente el más apropiado.
Pero con las más jóvenes no hay manera y pretenden que nos instalemos a comer en cualquier lado, con el peligro que ello conlleva en estos tiempos.
Las más mayores decimos que la experiencia es un grado y que mientras más solera tenga el sitio, mucho mejor aún.
Por eso, como polilla más vieja, elegí el respaldo de la silla.



de Paco Córdoba

ENCUENTROS

Aunque ya con años, aún era atractivo. También decían que elegante y, sobretodo, discreto. Sabía elegir los lugares, convencer de tener un encuentro rápido buscando los entornos más apropiados y eludiendo peligros.
Así fueron muchos los que sucumbieron sin remedio a sus viejos encantos, sin importarles el qué dirán. Aunque, ciertamente, muchos luego tuvieron que cambiar de vida y hasta perdieron la memoria.
La mayoría terminaron codeándose con la basura y olvidando aquel virus informático que les infectó.




de Paco Córdoba

S DE SABER

Él sabe ya que en los trabajos cobrará menos que otros compañeros que hagan lo mismo.
Él sabe que no le alquilarán fácilmente un piso cuando el dueño descubra el color de su piel y que es del sur.
Él sabe que en la mayoría de los bares no será bienvenido o disimuladamente tardarán en servirle.
Él sabe que, cuando pasee por la noche con sus amigos, siempre asustará a las ancianitas ignorantes.
Él sabe de sobra que su pretencioso y engreído jefe es más ignorante aún que él. Y que teme reconocerlo.
Él sabe que en cualquier supermercado resultará sospechoso si observa los productos con detenimiento.
Él sabe que las muchachas evitarán caminar por su misma acera y que grupos de muchachos lo mirarán con recelo.
Él sabe lo que es la distancia y el estar de verdad lejos de sus ancianos padres y de su familia.
Él sabe lo que es la angustia y el miedo tras cinco días de patera o seis escondido en la bodega de un barco.
Él sabe que el empeño de aprender exige un sacrificio, a pesar de intuir que no siempre tiene la merecida recompensa.
Él sabe ya, con certeza, que el racismo nace y crece con la ignorancia en cualquier lado.

Lo que él no sabe es que es mejor persona que muchos y que su maestro está orgulloso de él.
Que es sólo suyo el mérito que haya aprendido a leer y escribir español, contra viento y marea, sacándole horas a su merecido descanso y al sueño.
Y que le gustaría tenerlo por amigo pues le ha enseñado cosas y valores que no se aprenden en la universidad, sino en la vida.


de Paco Córdoba

PRIMERIZA

No durmió bien ese día. Y desde primera hora de la mañana ella se había encontrado algo rara. Ya al desayunar sus chiquillos se extrañaron que no les riñera por querer ver los dibujos de la tele. Tambien su marido se sorprendió que le dejara comerse todas las magdalenas que quisiera y sin decirle ni pío ni regañarle.
A media mañana, mientras bajaba las escaleras de casa camino de la compra sintió cómo ya le pesaban las piernas y se cansaba. Se dijo que no era vieja ni mucho menos, quizás tan solo una primeriza.
El caso es que, con la cabeza en otra parte, el del pescado le vendió todo lo que quiso y en el kiosco del periódico se extrañaron cuando –ella tan seria- la vieron llevarse varias revistas de cotilleos como si nada.
Ya en el almuerzo su comprensiva familia ni rechistó cuando les obligó a apurar a cada uno su plato de lentejas recalentadas. Ellos esperaban que pasara como fuese ya de una vez ese trago. No será para tanto, mujer, -le decía con sorna el pasmarote de su marido.
La verdad es que tenía la verdadera ilusión de toda primeriza. Su cuerpo no daba para más, ni sus piernas, ni sus manos, ni sus nervios, ni… Por fin llegaba la hora. Que pase todo ya de una puñetera vez, se decía.
Y de golpe todo pasó… más o menos a las cinco de la tarde.
Entonces la nueva alumna abrió la puerta de su clase del Centro de Educación Permanente de Adultos de Priego.

de Paco Córdoba

TESTIGO


Allí estaba. Asomada al vacío.
Una gran altura sin duda.
Él miraba su hacer.
La estaba mirando desde hacía rato.
Ella era sin duda una exhibicionista de largas extremidades.
Confiada y arriesgada, ni se inmutaba.
Y él se estaba poniendo cada vez más nervioso.
La cretina no sabía que alguien la estaban observando desde una distancia bien cercana.
Ella, ellas, todas, -pensaba- son así.
Caería sin remedio al abismo, podría jurarlo.
Y sin embargo él no haría nada.
Tumbado tan cómodamente como estaba en su terraza el no pensaba ni mover un dedo.
Bien mirado él, solamente movería uno.
Uno sólo: el dedo gordo por donde la estúpida hormiga había subido. ….
Y, claro, caería.
Si ya lo veía venir.



de Paco Córdoba

SIN EMBARGO LA QUIERO

Es encantadora. La conozco desde hace bastante tiempo y siempre nos hemos llevado bien. Ello creo que ha sido posible porque lo mismo que yo, ella ha ido cambiando y evolucionando con los años. Siempre me gustó desde que intimamos, pero ahora reconozco que estoy enganchado, colado, enamorado…
Sé que ella conoce a muchísima gente y sé también que todos quedan prendados de sus encantos, sin diferencias de sexo. Otros la odian. Y no exagero. A mí eso no me afecta; no soy especialmente celoso. Incluso me hace gracia que desconocidos coincidan conmigo o se extrañen que ella comparta incluso cama con un tipo tan soso y formal como yo. Diré que esto último, para mi familia, supuso un palo. Decían que era muy jovencillo y sé que fué verdadero escándalo en el bloque, pero yo paso de qué dirán….
Sé tambien que posee un carácter bastante especial y variable. Dícen que eso ha influido también en mí. Cosa normal, ¿no? Y algún defecto tiene: debo reconocer además que es voluble y es una lástima que le afecte tanto el dinero.
Cuando los fines de semana se me pone sentimental puede hacerme llorar si se lo propone. Pero otras veces es dura y hasta algo violenta cuando coge una marcha y no la sigo. Y, sin embargo, en ocasiones hace reir sin proponérselo. La verdad es que hay días que ella me cambia el estado de ánimo. Yo pregono a gritos que merece ser inmortal.
El problema es que pasamos mucho tiempo juntos y mis vecinos se mosquean, y mis maestros también, y mis amigas me rayan… Todos dicen que no hay quien hable ya conmigo. Mis padres ponen el grito en el cielo y me dicen que me vaya con ella a otra parte y hasta la insultan y todo…
Es lo que peor llevo, pues ¿cómo pueden llamar ruido a mi música?

de Paco Córdoba

CENA NAVIDEÑA

Se veía venir: todos juntos y revueltos. Dicen que somos parientes y que congeniamos muy bien. Yo lo dudo. ¿Cómo es posible que estemos todos juntos en la misma mesa? ¿Somos acaso iguales? No. Y estas cosas suelen acabar mal. Conozco de cenas navideñas que han terminado en la sala de urgencias más cercana.
Pero los abuelos no escarmientan, debe de ser cosa de la edad. Todos los años exactamente igual. Y mientras más nos juntamos, mejor –dicen. No lo entiendo. Deben de tener un amor secreto a los números… o al peligro.
Todos aquí formamos un cóctel explosivo. Y lo peor es que por estas fechas, en casi todas las familias pasa igual. Es una manía eso de juntarnos y compartir mesa. Estas cenas, a medida que pasan los minutos, lo que parecen es un pasillo de comedias.
Porque, vamos a ver: ¿no sería más lógico ponernos separados, incluso comer en días diferentes. Claro, claro; un día es un día. Es una locura. Ya en la cocina lo intuí, lo ví venir. Conozco cuando la abuela se pone nerviosa por estas fechas, porque ella sabe a lo que se arriesga.
Sinceramente, de verdad, tanta bulla no me vá. Y además siempre se establecen odiosas comparaciones. Siempre, siempre en estas reuniones familiares, destacan las más presumidas y los más alegres. No hay manera. Nos juntan, codo con codo, y ya digo: no congeniamos.

¿Qué rayos tendrá que ver mi sobriedad de filete a la plancha con las presumidas de las cigalas o los aparatosos langostinos? ¿Pero a quién se le ocurre juntar al tonto del besugo con el agudo pez espada? Pero peor lo llevan las pequeñas aceitunas haciendo siempre de comparsas, como adornando, al enorme y creído pavo. ¿Y qué decir del mano a mano que siempre se traen los chispeantes y ligeros cavas con el picante queso de Cabrales y las coquetas banderillas?
Yo me sonrojo ante tanta francachela.
¿Qué tendrá también que ver la simpatía y popularidad del arroz con la sequedad de la caña de lomo, y ésta, con los alegres vinos y arresoli de estas tierras? Ni siquiera en carácter coincidimos: los dulces mazapanes y membrillos a la vera misma de las amargas almendras.
Señor, señor… no hay estómago que resista.
Y es que hay tradiciones que matan.




de Paco Córdoba

FLECHAZO


Fue como un calambre. Lo vi llegar el primer día a clase y atrajo la atención de todas. Aquello no era normal y por falta de sitio nos tuvimos que echar a un lado. Pasó cerca de mí y hasta creo que me rozó y todo.

El, como nuevo que era, no lo pusieron entre nosotras, que somos mayoría, no. Al señor lo pusieron en el mejor sitio, y además cerquita de la pizarra, frente a todas las compañeras, para vernos mejor –dijeron con guasa.

Unas decían que vaya aires se daba, otras que la verdad es que tiene buena pinta, la mayoría que para sus años estaba bastante bien, aunque si lo mirábamos con cuidado y detalle se le notaba que el tiempo y la vida había dejado sus huellas, como a todas nosotras.

Yo, qué queréis que os diga, me gustó desde que lo ví. Comprendo que el sillón del maestro no se puede comparar, por años que tenga, con cualquiera de nosotras, las vulgares sillas de clase del Centro de Adultos de Priego.

de Paco Córdoba

SU BIBLIOTECA


Ciertamente le gustaba aquella ala de la vieja biblioteca del pueblo y especialmente aquella habitación de viejos volúmenes que nadie consultaba. Le gustaba pasear su vista por las viejas estanterías repletas de libros que llegaban hasta casi el techo. Era una manía que tenía todas las tardes. Lo había hecho desde que era jovencillo, mientras que los de su edad se dedicaban a corretear calles, especialmente a altas horas la noche. Pero él, no. Siempre le habían gustado los libros y festejaba especialmente el 23 de abril.
Ahora ya tenía sus años, no muchos, bien es verdad y, a estas alturas de la vida se decía que cambiar de costumbres o probar nuevos hábitos era difícil. Se había acostumbrado. Además a él le encantaba incluso el olor que despedían los libros. El olor del papel incluso era superior a sus fuerzas. Salir, lo que se dice salir, ya salía por las mañanas a la calle, y con su rápido paseo ya tenía suficiente.
El tenía predilección por la sala de las antiguas revistas ya descoloridas y viejos manuscritos. Lástima que los incunables no estaban muy a mano, sino más bien algo escondidos, como para que nadie los manosease.
Desde que iba por allí había conocido a varios encargados: el viejo despistado de los primeros tiempos que olvidaba los libros encima de su mesa, el jovenzuelo que cuando no había gente conectaba su transistor para oír los partidos de fútbol y ni leía ni nada de nada, la rubia teñida que tenía manía con la limpieza de las estanterías… Incluso recuerda a la muchacha que estuvo sólo durante unos meses y se asustaba de cualquier cosa o de cuando él hacia algo de ruido.
Ya estaba algo viejo. Lo notaba cuando tenía que subir para alcanzar los libros y las enciclopedias que estaban en los estantes superiores. Subir por la escalera lo hacía más despacio, más lento, pero al final encontraba la recompensa.
Cómo explicar lo que es pasearse por las páginas escritas por personas ya desaparecidas hace muchos años, incluso siglos. Sentía hasta el crujir de las hojas y hasta percibía aún la tinta, pues pocas veces se habían abierto algunos volúmenes. La biblioteca no era gran cosa, pero era la que tenía más a mano. Era una costumbre ya diaria. Y, digan lo que digan, él no era tan raro.
Tenía predilección por los libros de gran formato. Observaba sus lomos, la forma de encuadernación y sus caligrafías. Devoraba especialmente los que estaban fínamente decorados con arabescos y letras redondillas. Como le gustaba lo antiguo, conocía especialmente la mayoría de las obras maestras de la literatura y sus autores: Homero, Virgilio, Garcilaso, Quevedo, Cervantes, Shakespeare, Balzac. Pero tampoco despreciaba a otros más recientes: Whitman, Tolstoy, Tagore, Joyce, Kafka, Neruda, Orwell, Borges, Calvino, etc. Pero lo suyo de toda la vida –como se dijo- eran y son los escasos libros que se editaron desde la invención de la imprenta hasta el siglo XVI: los incunables.
Lástima que siempre que trastea en ellos al encargado no le hace ni pizca de gracia. No comprende que él es, cien por cien, un ratón de biblioteca.

de Paco Córdoba